sábado, 30 de abril de 2011

Efemérides del 1 de Mayo



Gualeguaychú, nuestro Chicago

En esta oportunidad me gustaría contar dos breves historias y, cómo estas, de alguna manera se relacionan: la primera, seguramente muy conocida por todos; la segunda no tanto, pero no por esto menos relevante.

El 1 de Mayo de 1886 los trabajadores norteamericanos se lanzan a la epopeya conquista de la jornada laboral de 8 horas, en las que hoy muchos nos amparamos. Aunque aún queden muchos otros que, lamentablemente, no lo han logrado. Es que hasta ese momento llegaban a trabajar inclusive 16 horas diarias. Lejos, muy lejos de las 8 horas destinadas al trabajo, 8 al sueño y 8 para recreación personal recomendado por la organización mundial del sentido común. Pero como eran tiempos de bala fácil y reclusiones constantes a encargo de los sectores patronales, primeramente deberían morir algunos “malos” ejemplos.

El proletariado yanqui venía reclamándolo desde la década de 1860, hartamente cansados de ser explotados del crepúsculo al ocaso para seguir siendo igual de pobres al final de cada día, igual de desamparados.

Se encontraban literalmente solos, eran ellos y nadie más que ellos la fuerza ejecutora para tamaña empresa, el último bastión para la reivindicación laboral más justa que hoy gozamos.

Entonces esto que había comenzado el 1 de Mayo en Chicago se extendió hasta encontrar su punto más crítico el día 3 de Mayo. La huelga transcurría pacíficamente, como sus líderes lo habían pactado, cuando llega la policía para desbaratarlos, disparan hacia los insolentes, ocasionando la muerte de uno de ellos e hiriendo a otros.

Esos trabajadores acababan de ser marcados a fuego. No había marcha atrás, ahora comenzarían a tutearse con la muerte, pero como la recompensa era tanto justa, eso de morir era sólo un consecuente detalle.

Al día siguiente de la muerte, los trabajadores, lejos de mermar en su lucha, deciden ir a por todo. Protestan por la masacre de su compañero. Una vez más la policía hace su entrada triunfal al lugar, apresa a los lideres de la proclama, más tarde reconocidos por la historia como “Los Mártires de Chicago”, quienes 6 meses después (Noviembre de 1886) son embusteramente enjuiciados por arrojar una bomba en una de dichas protestas que desemboca en la muerte de un oficial de policía. Los mártires son 8: Adolph Fisher, Augusto Spies, Albert Parsons, George Engel, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel Fielden y Oscar Neebe. Para sorpresa de nadie fueron encontrados culpables: 5 serán condenados a la horca, de los cuales uno decide suicidarse en la cárcel, otros dos a reclusión perpetua y por último, un dichoso a 15 años de prisión. La condena tenía que ser ejemplar para futuros reclamos. Es que uno nunca sabe, vio.

Es por esto que cada 1 de mayo los trabajadores, a sabiendas o no, recordamos sin recordar la masacre de estos imbatibles militantes que lucharon por nuestros derechos. Que lo hicieron nada más ni nada menos que en el único país que hoy no los recuerda, que además mantiene e indaga por políticas antisindicales. Justamente el país que se jacta de su bendita democracia, déspotamente han declarado el primer Lunes de Septiembre como el Labor Day y no el 1 de Mayo como el día de los trabajadores (muertos al luchar).

Pero así como Estados Unidos tiene su trágico 1 de Mayo, también lo tenemos los argentinos, donde la ciudad de Gualeguaychú sería el escenario para nuestro parangón. Nuestro Chicago.

Exactamente 35 años después, el 1 de Mayo de 1921, en la plaza Independencia (actualmente plaza San Martín) de dicha ciudad, miles de trabajadores rurales y obreros no tienen mucho para festejar en su día, pero si mucho por exigir. Las deplorables condiciones de trabajo en las que se encuentran los arrojan a la plaza principal de la ciudad para tratar de que sus plegarias sean escuchadas por sus patrones. Éstos, de sorderas pronunciadas y cegueras inminentes sostienen la firme convicción que la explotación del hombre por el hombre es sin lugar a duda el modelo económico para el crecimiento del país, o al menos de sus bolsillos.

La ciudad se encontraba, claramente, dividida en dos. Ese mismo día, en la misma ciudad, durante las mismas horas, la oligarquía terrateniente, festejaba el día del trabajador en las zonas aledañas al puerto, algo así como un contra acto por el día del trabajador pero sin ellos, ya que estos últimos lo hacían a unas aproximadas veinte cuadras de allí.

Luego de haber dejado aclarado cuestiones de espacio y tiempo, me parece oportuno y justo hacerlo con algunas circunstancias políticas en la que se encontraba el país. Digo esto para tratar de entender mejor este suceso y poder dificultar la rápida desmemoria.

En la argentina de los años 20 (donde el marxismo contrabandeado a América por los inmigrantes europeos es una filosa navaja atentando ya no sólo contra las monarquías, el vaticano y los zares) queda solemnemente inaugurada la “Liga Patriótica Argentina”, una agrupación ultra fascista que amontona a la derecha más recalcitrante del país. Apadrinada por políticos, el ejército, la iglesia y, por supuesto, acaudillada por los hijos de la flor y nata de la comunidad. Cuyo brazo ejecutor lo conforman clandestinos grupos de tareas que salen deliberadamente a las calles a hacer justicia por mano propia, centrando como blanco de su accionar a los trabajadores, entonces llamados anarquistas. Esta liga embanderada de celeste y blanco y emborrachada de testosterona la preside un ultraderechista Manuel Carlés, reconocido entre sus pares por sus formas en los dimes y diretes. De un exquisito prontuario al servicio de la siempre frac-queada sociedad. Este siniestro personaje tiene sus satélites en todo el territorio argentino y por supuesto que Gualeguaychú no sería la excepción. Aquí esperaban, gustosamente, su arribo mientras desfilaban gauchos comandados por los hacendados, colegios religiosos de la ciudad y la mismísima juventud de la liga patriótica.

Una vez finalizada la procesión, encolerizados y respaldados por la seguridad que hace a las turbas deciden trasladarse hacia la plaza Independencia, donde se encontraban los obreros haciendo sus pacíficos reclamos. Envisten en la plaza acaudillados por un conocido terrateniente del lugar, Francisco Morrogh Bernard (digo conocido porque aún hoy su nombre es homenajeado por una de las calles de la ciudad), quien sin dudarlo se pone a la cabeza de la masacre que allí se produciría. Los trabajadores son franqueados hasta que comienzan los disparos donde 4 personas mueren de forma inmediata, 35 son heridos y de los cuales 13 morirían en los días siguientes. Los trabajadores intentan resistir como pueden, pero las piedras y los palos nada pueden hacer frente los sofisticados fusiles para-policiales. Manuel Carlés no vacila en llamar a este día como “Gloriosa Clarinada”. Nosotros lo llamaremos y debemos recordarlo como lo que fue: La masacre de Gualeguaychú.

Estos son algunos datos que han sido proporcionados por Ateo Jordan, hijo de uno de los sobrevivientes de aquella fatídica tarde, quien en cuyo nombre, justamente, hay una huella imborrable de aquel episodio: su padre decide llamarlo Ateo, al recordar que los primeros disparos que en ese día se dieron provenían de las torres de la iglesia Catedral ubicada frente a la plaza. Lo que sirve para evidenciar, una vez más, la gruesa mentira de que la iglesia no mantiene relaciones carnales.

Pero amén de este mal trago, quiero recordar los nombres de al menos, los cuatros dirigentes muertos aquel, hoy no tan, lejano día: Lorenzo Timón, Pedro Villareal, Ángel Silva y Celoño Iglesias son sólo algunos de nuestros merecidísimos mártires.

“En conmemoración a los 90 años de la masacre de Gualeguaychú. En homenaje a todos los trabajadores del mundo, pero por sobre todo, a aquellos que aún hoy, sus derechos continúan siendo negados”.

Facundo Riera

viernes, 15 de abril de 2011

"Apraxia"


Se le caía el pantalón, andaba en silla de ruedas y detenía el ascensor al decir que por las escaleras iba a bajar con su andador.

Pero, al parecer no había tiempo porque el único tiempo es el de entrar y salir del ascensor una y otra vez. Y si me descuido ni siquiera hay tiempo para tocar el botón del piso al que vamos porque alguien te ganó de mano y te llamó. Y si me descuido tampoco hay tiempo para abrir y cerrar la puerta porque el ascensor ya lo hace por vos.

Entonces, ¿cómo no pensar que la silla de ruedas termine siendo el hospitalismo de este hombre, si al parecer, todo está dado para que así sea? Pero, ¿por qué no hacer que las cosas dejen de estar dadas frente al grito de un hombre que sólo quiere sentir como sus pies rozan el suelo de las escaleras? ¿Será que no hay tiempo? ¿O será que no nos bancamos el impass del mismo?

Y ahí me encontraba yo pensando estas líneas cuando era la tercera en discordia en la situación de una mengana, por no decir ortodoxa del discurso médico, que le decía a su supuesto paciente que se apurara al bajar las escaleras.

Ella le hacía de bastón, pero a la vez él tenía su andador. Ella lo arrastraba, él tiraba. Ella iba tres escalones adelante, él iba tres escalones atrás. Y ella le dice: Ay, este ascensor que nunca anda, no puede ser, no podemos estar perdiendo el tiempo todos los miércoles así. ¿Te podes apurar? Vamos, vamos”. Y él con su estilo dandy le dice: “pero, si hay tiempo”. “No, no hay tiempo”-exclama ella.

Él le vuelve a decir “pero, si hay tiempo”; a lo que a la vez agrega: “mira querida, en el hospital todos los días son iguales, lentos, vacíos, lo que sobra es el tiempo”.

En ese momento, sentí un nosotros porque dijo aquello que yo pensaba y no podía decir. Pero, ¿por qué no podía decir? ¿Por el trato subordinado? ¿Por qué no podía desobedecer a quien me mandaba?

No importa, bah si importa, pero no importa porque alguien lo dijo. Él lo dijo, lo dijimos, lo gritamos.

Las cosas parecían complejas, pero no lo eran. Las cosas eran simples, el tiempo era simple.

Pareciera que uno quiere ganarle constantemente al tiempo. No hay tiempo en nuestra práctica para que alguien nos detenga en el pasillo del hospital, para que alguien delire, para no tomar una medicación, para hablar con otros en vez de que todo quede en un historial clínico, para sentarnos a pensar nuestras prácticas con otros, y mucho menos hablar de accionar en lo paulatino.

Nos creemos héroes al competir con las agujas y al decirles a ellas que no importa cuán rápido se muevan, nosotros nos movemos más rápido porque podemos más, porque hacemos más cosas, porque nos medicamos contra el tiempo del no tiempo. Eso es que nada pase, eso es el encierro, ese es el verdadero encierro.

El del interno en el hospital también es encierro, es real, se piensa real, se siente real. Los muros caminan hacia ellos arrinconándolos.

Pero, nosotros…nosotros ni siquiera estamos arrinconados, ya no estamos porque aniquilamos nuestra posibilidad de ser al inventar lógicas de encierro. Que a los que primero encierra es a nosotros en nuestro discurso médico y no nos podemos dar cuenta. Caemos una y otra vez al ir tres escalones adelantados y él todavía no está aniquilado porque puede decir que “hay tiempo”; porque elige detenerse en el poder ser.

Nosotros que vamos contra el delirio, resulta ser que el delirio es lo que nos permite decir. ¡Y no!, discúlpenme los profesionales de la salud, que cargan su guardapolvo blanco con orgullo de hecho y derecho, al decirles que en el delirio también hay deseo.

No es cuánto hacemos y corremos lo que vence, mata al tiempo. Lo único que puede contra el tiempo es el deseo y el deseo se cuela ahí donde el delirio tiene espacio para ser y para decir y tiene tiempo porque el deseo nunca muere en su constante empujón de apertura.

El deseo desea delirar. El delirio desea deseo.

El deseo desea bajar la escalera. El delirio desea deseo de bajar la escalera.

El deseo inventa tiempo para el tiempo. El tiempo inventa tiempo para el deseo.

Ah, y de hecho, ¿por qué matar el tiempo? Si abarcar mucho para matar el tiempo y encima, luego poco apretar, entonces, no sé cómo seguir hablando de nuestras prácticas. Bah!, no es que no sé, sino que no puedo saber porque alguien ya decidió por mí que debía ser prohibida de ser.

Y que el ascensor iba a cerrar por mí las puertas, y que alguien iba a presionar el botón del ascensor, y que iba a estar en silla de ruedas, y que no tenía tiem….no lo mencionemos a ver si nos hace algo.

Ah, pero…bueno será otro día porque parece ser que alguien tocó la alarma del ascensor y se volvió a quedar… ¿encerrado? Quizá, tal vez, no lo sé, puede ser, etc.

Será que el hospital ya no es sólo el muro físico. Será que el hospital es difuso, y que el encierro juega a encerrarnos ahí donde el encierro dice no tener lugar para habitar, pero tiene espacio.

Luciana Cantisani

miércoles, 6 de abril de 2011

"Tener o no ser"

Sabemos entender al futuro, sabemos curar enfermedades terminales, sabemos odiar, sabemos evitar o ganar una guerra, sabemos una energía nuclear, sabemos distinguir entre amor y soledad, sabemos a los más y mejores intelectuales, sabemos llegar a la luna, sabemos los tiempos de las siembras y las cosechas, sabemos como no morir prontamente, sabemos al hijo como lo más preciado, sabemos disfrutar del arte en todas sus formas, sabemos cuando es chamullo; sabemos al fuego, al barco y la rueda como invento de inventos, sabemos manipular el planeta. Sabemos a la religión como el comodín de nuestra negligencia, el único numero de la rifa que no compramos.

Pero hay algo que por simple que parezca no sabemos: “ser”. Nadie nos enseño a ser o quizá si, pero igualmente preferimos adoptar un término surgido en la década del 90, que al fin daría “justificación intelectual” a tanto narcisismo por venir, al fin un sinónimo para la palabra injusticia, me refiero a globalización. En el diccionario de la real academia de la globalización, ser significa tener. Y quien no tiene nada (material, por supuesto), pues entonces es nada, es nadie.

Un pibito de unos 6 años, solitario en el subte, pidiendo una moneda y un saludo con la mano, para la globalización que me enseñan, es nadie. Entonces no sólo se le niega la moneda sino (y lo que es reverendamente inhumano) que se le niega la mano, el saludo.

Desde niño se cría recibiendo nuestra hostilidad. Una de las tantas herencias que le vamos a dejar, junto con un planeta devastado, una sociedad cada día más egoísta y un sistema cada vez más depredador.

Lo vemos y entonces vemos la sección policial de los diarios, vemos conurbano, policías en acción, un Guillermo Andino desahuciado por temor a que un día le llegue su día. Porque socialmente, no conocemos más nada que no sea lo que vemos por “latele”. Porque nos cruzamos constantemente con la realidad, pero igualmente preferimos verla, deformada por tele.

Nos cuesta ver en él, un hermano, un hijo, un sobrino. A una persona. Le negamos las migajas, porque lo queremos todo, porque nos importa una mierda todo lo exógeno a nosotros. Porque estamos apresurados en ser lo que la Globalización exige que seamos: Profesionales desalmados. De saco y corbata que no comprenden que su miseria más grande es la carencia espiritual, la falta de cultura.

Dicen los de traje:

_ Si le das una moneda, se la da al padre y este se lo chupa.

_ A veces le doy, pasa que si le das, el gobierno no hace nada, y además ellos se mal acostumbran.

Cómo si al darle una moneda pretendemos que todos sus problemas queden absolutamente resueltos: seguramente se compren una casa, se anoten en la escuela, los proteja Swiss medical, su padre consiga trabajo en Techint y todo gracias a nuestra moneda.

Juzgamos que darles dinero para que se tomen un vino está mal. Cuando en realidad es todo lo que pueden hacer con la moneda que le damos, y con lo que tienen a su alcance, sus circunstancias. ¿En serio pretendemos que lo ahorren o se compren un libro de informática? Porque si es así somos más estúpidos que las vacas. Si así son felices, entonces por qué nos molesta esa pequeña felicidad. O salvo, que realmente estemos preocupados por su salud y queramos que se abstengan del alcohol, del poxi. Algo que me suena a hipocresía.

Pero hay algo seguro, mientras se da este debate moral comandado por el bolsillo. Mientras decidimos si le regalamos felicidad momentánea o cuidamos de su salud, les negamos el saludo.

Un apretón de mano fuerte con una mirada a sus ojos, una sonrisa, ahí lo vas a ver y él te va a ver. Vale más que la moneda que le podamos llegar a dar.

Me parece que es lo mínimo que podemos hacer por un mocito que tendría que estar jugando, o en la escuela. Pero que injustamente está ahí viendo al rubio mundo que lo rodea.

¿Cuánto más le faltará, para que se le termine la gracia que la edad le condona?, ¿cuánto más para tener que crecer y comenzar labores de adultos?, ¿Cuánto para que su espera incansable se haga resentimiento inevitable?, ¿cuánto para su primer entrada a la comisaría? ¿Cuánto para que los policías le “expliquen” quien manda?

No se cómo describirlo, pero no es precisamente lástima lo que siento cuando los veo, siento vergüenza de mi, de mi comunidad, de mis iguales que los ignoran tanto o más que el gobierno, como si no tuviésemos nada que ver en sus naufragios.

Evadimos la mayor cantidad de impuestos posibles, fomentamos a los jóvenes cerebros para que se dediquen a las finanzas; y aunque parezca gracioso o desatinado, definitivamente, permitimos que Ricky Fort esté en la tele que ellos ven. Nietos de abuelos sin trabajo, hijos de padres sin trabajo. Que le hicimos creer que si al campo le va bien, a ellos les va a ir bien. Que si la bolsa cierra en alza, a ellos les va a ir bien. Que el fútbol es su única salvación. Que tengan esperanza, obediente esperanza, porque Díos quiere más a los que menos tienen. El mismo Dios que le imponemos para que nunca lean al Che, a Marx, a Galeano. Para que en navidad reciban la caridad que las madres del Champañat School les dan y, por supuesto, se lo agradezcan. Para que no se les ocurra soñar, porque para soñar hay que saber eso que se llama futuro y que, como dijo alguien por ahí: “el futuro es un lujo que solamente aquellos que comen todos los días se pueden dar”.

En resumen: para aceptar con resignación que Macri les muestre su inmaculada dentadura al hablar.

Todo esto es algo que no sabemos y que mucho hacemos, conciente o inconcientemente, para fomentarlo.

Entiendo que ejercer la conciencia en un mundo donde la ética se ha desprendido de toda práctica profesional, donde las mejores mentes de las matemáticas migran hacia las finanzas; donde los hinchas de fútbol han hecho de su euforia una industria; donde el banco del Vaticano ha tenido las más y mejores extraordinarias ganancias que cualquier otro banco pueda tener. Donde las cárceles ahora también cotizan en bolsa. Donde la filosofía es vista como pensadora, pero no hacedora. Donde la palabra crisis ya no significa oportunidad o cambio, sino más de lo mismo. Es de esperar entonces, que también dejemos de “ser”.

Muchas veces pienso que me gustaría ser menos politizado, escribir sin tanto entusiasmo, discutir sin tanto ardor, hacerme un poco el distraído ante tanta injusticia, volver a esos años de feliz ignorancia; pero luego pienso que de ser así seríamos personas muy distintas de la que “hemos” elegido ser.


Facundo Riera.